No tengo ánimos ni intenciones de hacer que esto parezca un artículo espléndido, soy sincero. Tampoco podría hacerlo. Lo repito: no tengo ánimos ni intenciones.
Simplemente, escribo esta columna en honor a Stan Lee, recientemente fallecido (12 de noviembre, 2018) y que deja atrás un mundo inexorablemente bello, en el cual hizo que muchos creyéramos que es posible ser un superhéroe más allá de los músculos, las capas, los trajes ajustados o los increíblemente destructivos superpoderes. Fue un hombre al que el mundo entero conoció sin conocerlo físicamente, aunque en realidad, no era necesario. Nunca lo fue.
Stan Lee (95), abandonó este mundo para ir, como mi niño de cinco años interno quiere creer, a algún lugar de aquellos que él mismo creaba en las oficinas de Marvel Cómics o quizás en su hogar, acompañado de su amada esposa, Joan.
Stan Lee fue un hombre típicamente atípico, su mente era la más fiel de las demostraciones. Hizo de los cómics, de las viñetas y globos de diálogo un espacio de pantalones largos, sin dejar de lado su sonrisa y alegría, siempre queriendo dar un poco más que grandes peleas entre cuadros o frases significativas que, en algunos casos, quedaron en la memoria para siempre.
No hay mucho más que agregar para una persona a la que el trivial “gracias” queda corto. Para aquellos que no gustan de los cómics, de Marvel, de los superhéroes, de esos mundos llenos de una magia especial, como si las piezas de un misterioso engranaje se estuviesen ensamblando para dar vida a espacios únicos e irrepetibles que, en muchos casos, fueron artífices principales de la creación de infancias repletas de una ingenua, pero a la vez mágica realidad que podía sentirse, que podía llevarse a casa, reconociendo en sus personajes y rincones a seres que hacían más que volar o sacar garras de sus manos.
Querido Stan Lee, escribo esto con el corazón apretado, no obstante realmente dichoso de haber conocido tu obra, de haber podido disfrutar de momentos únicos junto a personajes de pantalón largo que nunca dejaron de ser un espacio de entretención para niños, tan buenos y reales que lo siguieron siendo de adulto. Tomaste la posta de los cómics allá en los años 30, cuando todo se caía a pedazos, pero tenías una misión, querido Stan: llenar nuestros corazones. Tomaste la posta porque quizás en tu interior sabías que tenías ese poder de crear hermosos mundos, y como bien nos enseñaste, un gran poder conlleva una gran responsabilidad.