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Una carta para no morir: las sinceras últimas palabras de Ennio Morricone

El prestigioso compositor italiano Ennio Morricone ha fallecido a sus 91 años, en un periodo en que la palabra “muerte” engendra en las personas un efecto que parece tener solo dos posibilidades: una desesperanza aniquiladora o una reacción inconmovible, dada la recurrencia con que el término aparece en todas partes, por donde volteemos. 

En cualquier momento histórico, la muerte trae consigo varias cargas emocionales y éticas con las que nos es difícil lidiar y que comúnmente están relacionadas al silencio. ‘Por eso hay que decir las cosas cuando la gente está viva’, escuchamos junto a otras frases ad hoc, como si la memoria, algo sobre los difuntos que nos enseñaron a atesorar, se preservara gracias a la cantidad de discreción con que se enfrenta el hecho.

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El contexto en el que nos encontramos le ha sacado la costra -y con la herida aún fresca- a este tema, pues gran parte de la humanidad se ha detenido a repensar la muerte y sus ritos de forma colectiva. Así, se han terminado por fomentar ciertas reflexiones/conversaciones que pueden ayudar a echar fuera todo el peso extra que acompaña al dolor de ver partir un ser querido.

Sobre esto, las notas póstumas son un fenómeno que se encuentra desde los inicios de la historia escrita. Muchos personajes del medio artístico, tanto ficticios como de carne y hueso, han vaciado sus impresiones respecto a la muerte y su paso por la vida mediante cartas, que, una vez públicas, se han popularizado e incluso reproducido con el paso de los años. Por lo general, parecen también ir acompañadas de un gesto consolador, algo que parece inquieta tanto a vivos como a muertos.

“Yo, Ennio Morricone, he muerto”, dice el italiano, como si una comprobación científica de ese hecho se quedara corta ante el misterioso acto de morirse. Como si no poder abrir los ojos para ver el futuro no fuera suficiente muerte. Como si uno se muriese solo cuando lo declara. Incluyó, además, una alabanza y un agradeciendo a sus amigos y a su compañera de vida, extendiendo su voz hasta el infinito, en un trozo de papel que podría guardarse celosamente y difundirse millones de veces, como seguramente lo hará su música por generaciones. 

La carta de Morricone no es extensa y me gusta pensar se debe a que los años nos vuelven cada vez más asertivos. Cerca del fin, quizá, nos vayamos menos por las ramas. Sin embargo, hay un apartado que ha rondado en mi cabeza buena parte de esta mañana, donde el músico confiesa: “hay solo una razón que me empuja a despedirme de este modo (…) no quiero molestar”

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Me pregunto, con esto en mente, si alguna vez dejamos de añorar la circunstancia, la forma, o el escenario perfecto para comunicarnos. Es posible que para el compositor hubiese sido más fácil decirlo todo en corcheas y redondas, pero un mensaje no cumple su función si no se considera el idioma de sus receptores. ¡Qué desafíos se enfrentan incluso al final de la vida!

Las palabras del italiano van a resonar para sus seres amados con tantas ganas como su música para todos nosotros. De no haber creído eso, es posible que él mismo se hubiese ahorrado la pequeña sinapsis que se forma al pegar una letra, una sílaba o una palabra con otra. Junto a su admirable convicción sobre haber dejado este mundo, y su comprensible deseo de no dejar duda de ello a su familia, podemos ver sus aspiraciones más genuinas. En sus propios términos: anunciar, recordar, saludar, y quizá la más estremecedora, renovar su amor. 

Mi padre, un energético seguidor de los populares spaghetti western, me dice luego de enterarse de la muerte de Morricone, que tiene pena. Miedo, ratifica después. Siempre que alguno de sus héroes de la niñez se muere le da miedo, sintiendo que es un tipo de cuenta regresiva cruel, hasta que a él mismo le llegue la hora. Entre conmovida y sorprendida, le pregunto cómo le gustaría que fuese su funeral. Dice que no le importa, pero aun así me describe un escenario más o menos tradicional y me prohíbe que le lleve flores azules. Se ríe. 

Pareciera, después de darle un par de vueltas a esta charla, que incluso al miedo lo desplaza el placer de decir lo que queremos, cómo y cuándo lo queremos, a quienes queremos. Y a lo mejor, sin esa angustia de irnos en silencio, nunca nos damos cuenta de que ya nos toca partir. A lo mejor, declarar la propia muerte no es mas que un intento por asimilarlo. A lo mejor solo el resto del mundo se entera, cuando la evidencia salta a la vista.

Y honestamente, aún con todas estas posibilidades, ¿puede morir para el mundo alguien que ha elegido irse renovando su amor por los vivos? 

Carta completa:

Yo, Ennio Morricone, he muerto. Lo anuncio así a todos los amigos que siempre me fueron cercanos y también a esos un poco lejanos que despido con gran afecto.

Pero un recuerdo particular es para Peppucio y Roberta, amigos fraternos muy presentes en estos últimos años de nuestra vida.

Hay solo una razón que me empuja a despedirme de este modo y a tener un funeral privado: no quiero molestar.

Saludo con mucho cariño a Ines, Laura, Sara, Enzo y Norbert por haber compartido conmigo y con mi familia gran parte de mi vida.

Quiero recordar con amor a mis hermanas Adriana, Maria y Franca y sus seres queridos y hacerles saber cuánto las quise.

Un saludo lleno, intenso, profundo a mis hijos Marco, Alessandra, Andrea y Giovanni, mi nuera Monica y a mis nietos, Francesca, Valentina, Francesco y Luca.

Espero que entiendan cuánto los he amado.

Por último María (pero no última). A ella renuevo el amor extraordinario que nos ha mantenido juntos y que lamento abandonar.

A ella es mi más doloroso adiós.

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