“Limpia” podría haber sido menos dispersa, menos incómoda y lograr cuestionamientos importantes y generar ese ruido teatral que da gusto.
Por Sofía Troncoso.
El silencio, tras la función de “Limpia”, en el Teatro Municipal de Las Condes, fue avasallador. Cualquier palabra dicha hacía eco en las paredes del inmenso recinto. Presentar esta obra en esta comuna, el pasado 13 de enero de 2025, fue una jugada arriesgada de parte del Festival Teatro a Mil y el Teatro Nacional Chileno. Posiblemente, el difícil público no fue el único motivo para este mutismo. Nadie se levantó de su asiento en ovación, un par de personas a mi lado se fue sin aplaudir apenas terminó la función, y había cierta incomodidad en el ambiente. ¿Fue esta presentación, ahí, ese día, un acierto o un error? La falta de bullicio puede indicar cualquiera de las dos opciones. Esta obra quiere incomodar y lo hace, demasiado, al punto que llega a ser forzado.
Estela, una mujer campesina, una empleada doméstica, una nana, es la protagonista. Desde una cámara de Gesell, salas especiales dotadas con falsos espejos, donde se realizan interrogatorios judiciales o psiquiátricos, Estela nos narra sus últimos siete años limpiando y criando, en una casa de una familia económica de la elite chilena. En este lugar de reclusión ella narrará su historia de inicio a fin.
La antagonista de “Limpia”, novela de Alia Trabucco publicada el 2022, es algo mayor que lo que se ve. Esta novela explora las tensiones de clase y género, y se muestra en su interpretación teatral, a cargo de Alfredo Castro. En ella hay una mujer y un hombre, una esposa y un esposo, una patrona y un patrón (interpretados magistralmente por Taira Court y Álvaro Espinoza, absolutamente impecables), cuya distancia, entre ellos y con el mundo, es palpable. Son el perfecto retrato de un matrimonio de clase alta. Sin embargo, ellos no son los enemigos obvios de Estela. Está, también, la niña (cuya presencia en el escenario también es destacable), hija de este matrimonio, del cual adopta actitudes y expresa desprecio a la empleada doméstica. A su vez, está la perra que vive en la bencinera junto a Carlos, quien la atiende. Pese a la presencia de todos estos personajes, la verdadera antagonista son las tensiones en la convivencia con la familia burguesa, la vida burguesa, los anhelos que tiene y la tragedia que (siempre) viene de a tres. Porque sí, la muerte nunca viene sola. En el contexto de esta vida burguesa, se puede ver como la vida de Estela se desliza entre sus manos: el trabajo consume completamente quién es ella, y es en el final donde puede liberarse, tras una transformación brutal de personaje. Paola Giannini, la actriz que encarna a la protagonista, nos traslada desde la risa a la crudeza bastante bien, sin embargo, no destaca de sobremanera. Las diferencias entre Estela y la familia se van acrecentando a medida que se hacen más notorias las jerarquías que cada lado compone. La niña, que con inocencia adopta las enseñanzas de sus padres de una manera retorcida, termina por no tener ningún respeto por Estela, a la cual mira como un ser humano de segunda categoría y que en una ocasión le tira tierra en la boca.
En el libro se genera una tensión creciente que desemboca en resentimiento, mientras que en la obra no parece presentarse el mismo efecto, y este aparece de forma súbita. Se notó la ausencia de ciertas características de la niña, Julia, y de su relación con Estela, su nana. Se muestra muy superficialmente una relación que es, en exceso, compleja. Tampoco se muestra (y solo se dice) lo que se espera que la hija cumpla en estándares de inteligencia y educación burguesa, que en la novela de Trabucco es tan visible y llega a ser una pieza clave para la posterior muerte de la niña, a mi parecer. La muerte llega en tres, lo dice Trabucco y lo dice Estela al relatar la propia muerte de su madre, de la perra y de la niña, pero los eventos que llevan a estos tres episodios suceden demasiado rápido. Sin darle tiempo al espectador de procesar uno, sucede otro, y otro, de forma agotadora y confusa. Es una tragedia a otra, sin tiempo a reposar. En ese momento es cuando mi atención decae. Comparo con el libro y ese es mi error, pues la novela es mucho más exquisita en el tratamiento de los eventos que pretenden interrumpir la “normalidad” de esta familia. Ratones, un asalto, las discusiones y la muerte. Estas pasan de forma tan ligera que parecen entrelazarse cuando no, no deberían, porque cada uno tiene una particularidad que merece su pausa y su tiempo. Asimismo, Estela abandona su proyecto de vida para que otros puedan cumplir los suyos, lo que tarde o temprano se convierte en el esperado resentimiento que, en la puesta en escena, es poco explícito, al punto que las acciones de la protagonista se vislumbran como erráticas.
En este notorio intento de incomodar, con el uso de infrasonido y luces, balazos incluidos que hicieron saltar al público, hay algo que me llamó la atención: la sexualización de Julia, la niña. En bikini rojo, vestidos cortos y otros vestuarios, ¿qué motivaba esa representación? ¿el libro? No recuerdo, de mi primera lectura, esa necesidad. ¿Sería la urgencia de hacer más crudo el relato? La sexualización, que por lo demás es inadecuada para un personaje de siete años, fue demasiado notoria. No me generó nada más que una sensación moral y fuera de tono.
El vestuario, de manera general, estaba preciosamente elaborado y cumplía sus funciones —razón que motiva aún más mi cuestionamiento a la vestimenta de la niña—, representaba a la clase acomodada perfectamente, en sedas y batas de médico, para la patrona y el patrón respectivamente. La puesta en escena, el vestuario, como dije anteriormente, y las actuaciones fueron ejemplares, a pesar de la falta de fortalecimiento de la narrativa inherente de la obra. Las acciones de Estela dejan de hacer sentido a la mitad de esta: lo que conduce al desenlace de esta historia es poderoso, en su justa medida, pero no se justifica como “inevitable”. Faltan motivos, falta que crezca esa tensión que debería mostrarse.
Finalmente, tras la muerte de la niña que cuida la nana, ella empieza una delirante huida, como sospechosa, y se ve envuelta en el estallido social, tal como es expresado en la novela. Sin embargo, pareciera que ese final es mejor tratado que otros eventos claves. Muchísimo más extenso y desarrollado, este se ve más importante que los momentos esenciales de la trama. No se puede dejar contentos a todos, pero habría pedido un poco más de cuidado en el tratamiento de estos. Tras ser golpeada y capturada por las fuerzas policiales, durante una revuelta, Estela llega a este lugar de reclusión, desde donde termina su relato.
No me queda duda de por qué “Limpia” incomodó a los espectadores del teatro, los vecinos y vecinas de Las Condes. Incomodar es una medida que encuentro necesaria y que, gracias a la misma obra, me hace entender por qué fue elegido ese lugar específico para la función. Sin embargo, esta deja qué desear, en especial para ávidas lectoras como yo, pero no exclusivamente. La obra podría haber sido menos dispersa, menos incómoda y, aun así, lograr cuestionamientos importantes y generar ese ruido teatral que da gusto, pero solamente dejó silencios. Lo que queda de “Limpia” es solamente un eco.
Ficha artística de Limpia
Puesta en escena: Alfredo Castro
Autora: Alia Trabucco Zerán
Asistencia de dirección: Víctor Valenzuela
Adaptación: Paola Giannini, Víctor Valenzuela y Alfredo Castro
Diseño escenografía: Nicolás Zapata
Realización Escenográfica: Ricardo Gutiérrez
Diseño de vestuario y utilería: Zorra Vargas
Diseño de iluminación: Paulo Letelier
Composición musical: Miguel Miranda
Elenco: Paola Giannini, Taira Court, Álvaro Espinoza, Teresita Ríos, Djure Gasic, Benjamín Muñoz
Producción: Maritza Estrada
Coproducen: Fundación Teatro a Mil y Teatro Nacional Chileno
Fotografías: Ramiro Contreras
LIMPIA ©️Alia Trabucco Zerán, 2022