El estreno en Chile de “Blanco en blanco” (2019) ha resultado en un intenso subibaja de emociones para quienes esperábamos poder encontrarnos con esta obra frente a la gran pantalla. Para empezar, por cierto, gracias al tamaño de la pantalla. ¿Quién iba a pensar que estaríamos privados de la experiencia cinematográfica en todo su esplendor por tanto tiempo?
Ya lo anticipaba el mismo director chileno-español Théo Court en una entrevista con La Máquina, donde la idea del estreno vía streaming no parecía emocionarle demasiado. El cineasta, bien consciente de la fuerza estética y fotográfica de su trabajo, había advertido sobre la incomodidad de ver el filme en una plataforma no idónea, en tanto la construcción de la atmósfera es determinante para la comprensión del subtexto de esta película.
Sin embargo, con esto a cuestas -y aun cuando la idea estuvo presente en algunos momentos de su reproducción- cabe destacar que la experiencia de “Blanco en blanco“, protagonizada por Alfredo Castro, construye un enfrentamiento crucial entre la producción y el espectador. Una vez en sus dominios, hemos sido condicionados a las lógicas de un mundo atado por los grilletes invisibles del poder de Mr. Porter, fuerza antagónica que nunca se deja ver en su forma humana.
La articulación de un antagonista de este calibre nos deja con una imagen dantesca de los acontecimientos principales, sin hacer explícita la acción devastadora. Como si un torbellino hubiese arrasado con las vidas de quienes habitan Tierra del Fuego, al sur extremo de Chile, vemos los estragos del poder latifundista de Mr. Porter, pero jamás lo vemos a él, ni su intervención directa; y así, como la existencia y la violencia ejercida por el terrateniente parece construirse tácitamente, en algún momento somos interpelados sobre cómo nos relacionamos con las estructuras dominantes que se asientan en nuestra propia realidad.
Este y otros componentes multiorgánicos que conforman el largometraje se conectan gracias a una brillante coreografía fílmica. En esta reseña, asimismo, me referiré a algunos apartados de diferentes elementos estructurales que resultan llamativos a la hora de detenernos en la ilación de esta obra, que parece explotar todo el potencial creativo que ha logrado tener a mano.
Un guion “redondo”
Aludiendo a aquella típica expresión coloquial sobre lo impecable es que podemos acercarnos con una acertada figura retórica al argumento de Blanco en blanco. Esta forma referente al comienzo y el fin unidos por un trazo certero, es precisamente representante del resultado total de la obra, que comienza con una noción del oficio artístico sometido a lo macabro de la estética, engendrada por la decisión de Mr. Porter de casarse con una niña que ronda los 12 años y perpetuada por el ojo perfeccionista del fotógrafo, la búsqueda de la luz, el ángulo, la pose seductora de la menor. Los últimos minutos de la cinta terminan con este mismo concepto, coronado por la búsqueda de sofisticación de la muerte.
La construcción de esta historia es compleja. Podemos encontrar en ella la compenetración de la decadencia en diversos aspectos antropológicos, desde los deseos pederastas hasta la torpe relación con la geografía -trabajada en algunos planos destinados a la contemplación del andar dificultoso, la inquietud sobre el afuera, la no-apropiación del espacio-.
Sin embargo, el conducto argumental no se separa de la simpleza que tienen las estructuras básicas de conformación de un guion, por lo que no puede adjudicarse la peculiaridad de las secuencias dramáticas a un afán experimental. Es por esto que es posible encontrar el calce asertivo entre una circunstancia y otra.
La unión entre los primeros y los últimos minutos remiten a una estructura cíclica que refuerza la imposibilidad de que los personajes puedan despojarse de aquellos vicios de la naturaleza humana, inquietud que sabemos es de especial interés para su director y que también alude al propio título de la obra: el blancor de la nieve cubriendo la dureza de La Historia, la construcción de una nueva generación sobre otra, los cimientos frescos que cubren la sangre de otros en el pasado.
La evolución de Pedro, el protagonista, se da a partir de una contraposición de elementos que terminan delatando su carácter genuino. Cabe recordar que los pasos argumentales que determinan la construcción de cualquier filme se dan gracias a la pugna de voluntades y a la contraposición de las fuerzas que accionan; Pedro y todo el conflicto que le rodea, todo relativo a la figura de Mr. Porter, no quedan fuera de esto. El fotógrafo es domesticado por sus impulsos obsesivos, perfeccionistas, duales. Aquello que se percibe como piedad es, en realidad, la falta de carácter ante una fuerza opositora que, como toda cinta sabiamente equilibrada, es muchísimo más poderosa que él. La falta de confrontación y el sometimiento son, precisamente, los enganches sustanciales de esta obra.
Desestabiliza, al mismo tiempo que fascina, que solo al final de la película se vea la evolución, o la develación, del carácter real del fotógrafo en todo su esplendor. Hasta entonces, en “Blanco en blanco” aún queda la sensación de que el sentido de justicia o de humanidad volverá o se manifestara en el actuar de Pedro. Cae la cuenta de este gran chasco de forma dura, repentina, como pasa en la vida misma.
Si la falta de confrontación del protagonista consigo mismo y con los otros es la base argumental de la obra, el fracaso de la humanidad en este es su broche de oro.
El paisaje o la estética de lo natural
Es muy relevante que al encontrarnos frente a un filme que trabaja con el metalenguaje de la estética y la imagen; reparemos en las metodologías fílmicas que componen, precisamente, su propio entorno visual.
Blanco en blanco dispone varias cámaras estáticas, planos generales contrapuestos a primeros planos y una construcción atmosférica rica en sonidos amplificados y resonantes. Estos recursos básicos están sabiamente nutridos por un entorno que, en su mayoría, trabaja autónomamente para conformar la crudeza a la que nos vemos expuestos, tanto nosotros como sus habitantes.
Sobre esto, no queda más que celebrar la agudeza visual de José Alayón, director de fotografía, cualidad necesaria cuando se busca conformar una película en que la estética es fondo y forma, en que es lenguaje dentro de una obra con un diálogo acotado. Esto, por supuesto, incluye la determinación de sus actores y qué aspectos de sus expresividades considerar primordiales en cada toma, finalmente incorporada y proyectada. Los lapsos de contemplación de un encuadre puntual, en el que el director nos empuja a permanecer, están cargados de acontecimientos sensoriales, algo que ya se ha convertido en el sello del director si reparamos en su largometraje anterior, Ocaso (2010).
Sobre estos encuadres, que van desde la amplitud de los parajes de Tierra del Fuego y las Islas Canarias hasta aquellos planos cerrados, enfáticos, sobre todo, en las expresiones del actor nacional Alfredo Castro, quien encarna a Pedro (las que, por cierto, construyen una discusión perfectamente legible entre personajes), podemos reconocer que están enfocados en la tensión natural que propicia cada situación.
La imagen que instintivamente queremos ver, aquella que remite al peligro, aparece gracias a la elección de enfocar los semblantes relevantes, encargados de la comunicación para cada caso. Ejemplo de lo anterior, es cuando nos encontramos ante el retrato secreto de la pequeña Sara, en la cabaña del protagonista. Una vez acomodada la futura novia, en ropa interior sobre un sofá, no vemos de inmediato la composición que Pedro ha creado como fotógrafo, sino que vemos por largos segundos su expresión gozosa, maravillada, compungida.
La expresividad y el tiempo de exposición de los ojos de Castro en “Blanco en blanco” nos hace comprender que la situación interna de los personajes no es más que una proyección de la rudeza del paisaje, que el tratamiento de esta película es precisamente la naturalidad de la imagen y su contexto, contrastándola y agudiza la presencia de la injerencia estética.
La imagen de Blanco en blanco es el mensaje, la imagen que se nos propone sobre los cuerpos, el paisaje, el deseo, los muertos, o más certero aún, los asesinados. Esa imagen que ha sido por largo trecho en la historia un adorno, un cuento, una posmemoria de los orígenes, en este filme tiene la misión de develar el artificio tras la intervención. El acomodo, la luz, la ubicación, la expresión, ¿qué son esos elementos sino mensajes sobre temporalidades y condiciones que se perpetúan, no solo en el acto fotográfico, sino en el devenir de La Historia?
Sobre cuestiones de género
Convivir con el largometraje nos hace pensar en las limitaciones genéricas que muchas veces encontramos en obras condicionadas a su dependencia comercial. En Blanco en blanco, en cambio, nos topamos con una grata coherencia entre la concepción pangeica que Théo Court tiene del cine, lo que resulta en un trabajo de compenetración de retazos de diversos géneros cinematográficos.
Sin la presión de un público con una expectativa arquetípica de esta obra, es notoria la movilidad y el trayecto creativo que la compone. De esta forma, vemos algunos elementos del wéstern sin la aglomerada seguidilla de acciones heroicas que lo suele acompañar. Tampoco se sienten firmes los rastros de una ficción melosa, por ejemplo, en una subjetivación de la atracción que el protagonista siente por Sara, y definitivamente no hay rastros, cuando a ratos aparece un guiño historiográfico sobre la zona, de la solemnidad de un documental.
Esto no solo es relativo a los “tópicos” que se tratan en los diferentes géneros, sino que -aludiendo a la sección anterior- a los recursos estéticos utilizados en la composición de estos, que dados los diferentes tonos que precisan establecer, recurren a lenguajes audiovisuales particulares. Planos americanos en el wéstern -donde la cámara fotográfica ocupa el lugar del arma-, planos cerrados para el aporte dramático, y planos secuencia para contribución del suspenso, además alimentado por la imagen de un Mr. Porter fantasmal u omnipresente; estos códigos encuentran en esta película un punto de conexión y de compenetración, perfectamente ensamblados, como piezas de un aparato mecánico.
Sobre Blanco en blanco no queda mucho más que alabar. Su participación en el SANFIC de este año ha sido, dejando de lado todos los detalles mejorables en cuanto a su formato, una instancia necesaria para acercarnos a los parámetros de la industria cinematográfica reciente, con una perspectiva nueva respecto a los roles y los objetivos de la creación, en el más amplio sentido de la palabra.
Théo Court y todo el equipo detrás de esta obra se han instalado como un nuevo punto de partida para futuros cineastas. La originalidad para abordar los tópicos de la decadencia y para anclarlos a la controversial contingencia artística y comunicacional que podemos ver, poco a poco, ha ido acrecentando sus obscenidades, significará una larga estancia de proyecciones en el área formal, respecto a cuáles serán los siguientes pasos, metodologías, posibilidades, etapas y/o nuevos lenguajes que nos permitan representar con frescura las inquietudes que nos han acechado toda la vida.